Thursday, August 25, 2005

La Fuente
En un instante, los transeúntes se detuvieron pétreos, las agujas del reloj se pararon y los ruidos de la ciudad, fusionados, se transformaron en un son ominoso pendiente en el tiempo. Quienes habían quedado como testigos de este accidente temporal no llevaron más que el recuerdo de un transcurso esperado y concebible. El continuo no se quebrantó en sus vidas. Empero, bajo las sombras de las aves varadas en un punto fijo del cielo, el chorro de agua, que emanaba de la fuente y caía en la bandeja revestida de un mosaico de estilo bizantino, disminuía en su flujo a medida que se extendía aquel estado accidental. Cuando ya no salió ninguna gota, aún provocando el ruido del choque del agua contra la piedra, el hechizado mundo despertó. Ni los hombres que caminaban por la acera acercándose a la fuente, ni los jóvenes sentados circularmente en el borde del platillo, dejaron de percibir por ojos y oídos al agua que caía. Tampoco quienes solían posarse frente a ella para arrojar monedas por el halago de una esperanza huera que llevara los deseos a la experiencia, a lo tangible, concibieron jamás que la esencia de la fuente había perdido su razón, lo cual era su muerte. Los musgos llegaron a cubrir el mosaico, mientras que sórdidas y acostumbradas manos impúdicas tomaban las monedas corroídas y entremezcladas con la nueva vegetación. En pocos días, una costra de musgo, suciedad y sales dejadas por el agua evaporada impedía la visión de las figuras fitomórficas que representaba el espléndido mosaico. Nadie era capaz de captar lo que frente a sus ojos había.
En la inadvertencia demencial, en la simulada visión de los ciudadanos; transeúntes y autoridades, los rayos del sol se conjugaban con las sustancias reactivas de la costra para desgastar las lustradas piedras del mosaico. Así, los efectos persistentes durante largos años llegaron a crear las condiciones para que el agua cáustica de las lluvias urbanas filtrara por orificios que se reprodujeron más y más. Un día, finalmente, la estructura cedió y un montículo de piedras, caños y mugre ocupó el emplazamiento de la fuente. El agua despedida al aire y caída luego al platillo seguía siendo contemplada sensorialmente, pero las quejas abundaron cuando los escombros de lo que en verdad no existía en su forma dejaron verse en aquel sitio, masivamente concurrido, públicamente adorado. Una partida enviada por el demandado ayuntamiento limpió aquellos restos, y conformes los habitantes, continuaron cultivando su fervor por el gustoso manantial.
Los años pasados se contaron en décadas y tras varias de ellas, la causa de la desaparición del chorro, el caño de agua que por romperse vertía toda su agua a la tierra y quitaba todo alimento a la fuente; hundió lentamente el pavimento. El lodazal que hubo entonces fue al poco tiempo dando espacio a un pozo aciago, en el cual el agua caía de la superficie hasta el profundo y oscuro fondo, dejando escuchar un penetrante murmullo que, con la expansión del pozo hacia el averno, resultaba más impetuoso e impresionante. Vaya destino aquel que impedía que un solo ser de afinados sentidos pudiera advertir la ruina de toda una ciudad. Las casas circundantes por fin se desplomaron, un vacío creciente, revestido de chatarra y cadáveres, por el cual corría hacia su interior el pequeño chorrillo, avanzaba devorándose intempestivamente la ciudad y sus habitantes.
El tiempo volvió a detenerse. El inmenso hueco dejó de crecer y esta vez el agua ya no fluyó por ninguna parte. Cuando el reloj se puso en marcha, ya no había nadie allí para enterrar todo aquello y escribir una nueva historia encima.

Marcos Papais,

Conde de Erialplatonia.

1 comment:

Unknown said...

Es que me cuesta hasta entenderte los cuento que encima ya se la moraleja que encierran de ante mano.

La verdad es que con un chanchito delante seguro que todo lo entiendo mejor.